El Sur: reseña de mi cuento favorito

Un tal Borges: reseña sobre mi cuento favorito



Debía tener catorce años cuando en el fondo del ropero basto y viejo de mi mama encontré unos libros de hojas amarillentas y chancomidas por roedores. Encontré: la novela romántica María escrita por el colombiano Jorge Isaacs, una edición ilustrada del Quijote, una antología de poemas con los Tres Grandes poetas nicaragüenses y finalmente un librito sin pasta muy maltratado por el tiempo y el olvido, que leyéndolo me enteré que era La casa de Bernarda Alba. Eso bastó. Leí aquellos libros casi en secreto. Unos, por supuesto, me aburrieron mortalmente y no los acabé (estoy hablando del Quijote). Pero otros me mostraron que el mundo podía ser contenido en un par de letras: un verdadero Aleph en el fondo de un ropero viejo de una casa pobre en un país desvencijado.

A partir de ahí todo fue volviéndose una locura y una obsesión. Llegaron más y más lecturas. Así fui leyendo todo lo que me pasaba por las manos con un asombro y un ansia que jamás había sentido. Mientras tanto las aburridas clases de secundaria se hacían cada vez más tediosas, las conversaciones banales con compañeros más vacuas y se volvía más deprimente la terrible timidez que me impedía hablarle a las muchachas que me atraían.

En cuarto año de secundaria yo solo pensaba en dos cosas: en los ojos de una muchacha de la que no iba a conocer ni el nombre y en leer, en leerme la totalidad del universo, porque a la edad de quince años encontraba más bien aburrida la vida real y suculenta la vida de los libros. Pasaba leyendo o soñando despierto, por eso no fue ninguna sorpresa para los profesores de física y matemática comunicarme que debía ir a exámenes de reparación en vacaciones y que obviamente si no aprobaba repetiría curso el año entrante. Desde luego en casa mi madre pegó el grito en el cielo, era increíble que con todos los esfuerzos hechos por ella yo fuese a repetir curso. Me pagó un tutor privado para estudiar ambas materias, un hombre esmirriado y con cara de imbécil que vivía con su esposa e hijas a unas cuadras de mi casa. Su hija mayor era hermosa y yo iba más interesado en verle que en las ecuaciones y factorizaciones que aquel hombre me explicaba de forma desganada mientras se hurgaba la nariz o se rascaba con impúdica insistencia las orejas.

Un día de esos, harto ya de tanto número, grafito y hojas cuadriculadas, me puse a curiosear con mi celular. Quién sabe cómo, yo no lo recuerdo ya, pero el vasto mar de internet me llevó a un archivo de PDF que contenía los cuentos que componían Ficciones. Lo inicié a leer sin saber quién era ese tal Borges y pronto descubrí que sus cuentos eran quizás igual de complejos que una factorización de polinomios de tercer grado, pero a diferencia de las matemáticas, no me sentía aburrido del todo sino retado por la inteligencia de esos relatos, de los cuales se me escapaban todas sus referencias cultas, pero que en compensación me dejaban frente a un persuasivo y fantástico mundo imaginario lleno de aporías, parábolas y alegorías.

A partir de ese hallazgo, iba estudiando los ejercicios para aprobar mis dos exámenes y a la par leía con mucha paciencia los cuentos de un Borges que ya empezaba a imaginar como un dios. A veces maldecía sus cuentos por excesivamente sesudos pero siempre, luego de toda una tarde de interminables y confusos ejercicios de álgebra o de física, volvía a su mundo de ruinas circulares y bibliotecas infinitas.

Fui a hacer los extraordinarios. Un martes, matemática. El jueves, física. Sentí como si me estuviese jugando la vida en ambos, no era para menos, mi mama ya me había dicho que me castigaría severamente si repetía curso. No sabía cuál era su idea de castigo severo, era demasiado timorato para preguntárselo directamente, pero me mortificaba. Además, mi colegio privado y los tutores no eran precisamente baratos y yo sentía ese peso jorobándome cada vez que lo pensaba. Tenía que pasar los dos exámenes sí o sí. Pero una vez hube presentado ambas pruebas sentí el fruto malo de la duda crecerme en las entrañas. Me dijeron que debía esperar una semana por los resultados, que el viernes siguiente debía ir personalmente a verificar si había logrado pasar a quinto año de secundaria o no.

Traté del olvidarme de todo ese asunto. Ya hice lo que debía hacer, me dije. Solo quedaba la peor parte: esperar. Continué leyendo a Borges, salí a jugar fútbol al barrio, anduve en bicicleta y traté de llevar una vida normal hasta que fue jueves a la noche. Empecé a leer el último cuento de Ficciones, ese largo relato que Borges tituló categóricamente «El sur». Cuando iba a la mitad me fui a dormir.

Al día siguiente me vestí y me fui en bus. Había dos rutas que llevaban a mi destino, esperé y tomé la más larga. Al montar continué leyendo en mi celular. El cuento más o menos se resumiría así:

Un hombre, Dahlmann, se golpea la cabeza con un batiente «que alguien olvidó cerrar» mientras sube las escaleras de su apartamento. Su salud rápidamente se deteriora y tienen que operarlo. Luego uno de los médicos le dice a Dahlmann que por poco y se muere, él se echa a llorar. Entonces cuando sale de la clínica, convaleciente, decide que irá al Sur a conocer una estancia que compró hace un tiempo, pero en donde vivió parte de la infancia. Inicia ese viaje en tren y lo acompaña un volumen de Las mil y una noches. Dahlmann presiente que ese viaje hacia el Sur además de ser geográfico es también temporal. A medio camino se baja del tren en una estación desconocida en medio de la llanura y se mete a comer a un almacén cercano. Mientras come tres desconocidos de otra mesa se burlan de él y luego lo injurian. Después de una breve discusión uno de los hombres lo reta a un duelo con cuchillos.

Levanté la vista de la pantalla de mi celular, ya el bus se encontraba a unas cuantas paradas de mi colegio. Estaba a punto de conocer mi suerte, y Dahlmann estaba a un punto de batirse a duelo con un desconocido. Pensé en la frase que había leído en uno de los párrafos anteriores del relato: «A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos». Y me dije: Si Dahlmann muere eso significa que no aprobé, si gana entonces yo también gané. Ese pensamiento me hacía sentir calmo en medio de tanta tensión. El bus llegó y yo bajé. Me senté en la caseta de la parada antes de continuar hacia la entrada del instituto. Leí el final del cuento:

«—Vamos saliendo —dijo el otro.

»Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

»Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.»


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